domingo, 26 de agosto de 2012

1 €


Costaba 1€


       Caminaba hacia el trabajo nadando a contracorriente y a trompicones, ausente. Mis pensamientos se estiraban y contraían al ritmo que dictaban las manos y dedos sobre el acordeón, también ausente. También mi consciencia. Dirigí mis pasos hasta que me enfrenté, de súbito, a la única calle que hizo despertarme. Fueron las lengüetas de metal de aquella máquina las que me desvelaron, soplándome al oído la dicha, o al menos despertándome la duda. Aquel hombre sólo, y solo, tocaba su acordeón de la única forma que sabía o aparentaba saber. Apoyada la espalda en la pared, los pies desclazos, la gorra en el suelo. La pobreza en los dedos, la música entre las uñas. Eché la mano al bolsillo trasero del pantalón para asegurarme de que tuviera alguna moneda, aun sabiendo que no se la iba a dar. Quedaban unos 25 metros. La mano volvió a su posición normal. 10 metros. 5 metros. 5 pasos. Un brazo, la mano al bolsillo, la moneda a la gorra. Lo hice sin mirarle, de todas formas mis gafas de sol no le dejarían verme los ojos.
             -”Muchas grasias campeón, que ustéh tenga suerte”. Eso me dijo sin esperarlo, al tiempo que la palabra “campeón” hizo girar mi cara, mirarle a los ojos y trazarle una sonrisa sincera, casi cómplice (aunque no sé de qué), mientras inclinaba su cuerpo como si así pudiera subrayar lo que decía, dejando el acordeón casi en el olvido automatizado de sus dedos. No fue lo que dijo, sino cómo lo dijo, me pareció sincero, a decir verdad me ilusionó, me alegró el día. ¿Cuántas veces me habrán dicho “campeón”?, pocas. A decir verdad sí fue lo que dijo, podría haber dicho una frase al uso, de guión pero no, me deseó suerte de una manera que parecía que me la estaba ofreciendo.
                   Desde ese momento hasta que llegué a la puerta del trabajo sólo pensaba en que acababa de comprar mi suerte, y que me había salido barato. Un euro. Comencé el día, pensando en que mi mala racha iba a acabarse, lo que me hizo sonreír todo el día. También pensé que se me pudo haber escapado, como se le escapó a los que me precedían, y que súbitamente, casi inconsciente, pude agarrarla.
                   El día sucedió normal. De noche, camino a casa, me convencía a mi mismo de que quizá sí hubiese tenido suerte ese día, que quizá podría haber sido peor y no lo fue, por eso seguí sonriendo.
                  Al día siguiente no fue la música salida del fuelle la que me despertó para comenzar el día. El pitido intermitente y regular de mi despertador casio porraceaba la puerta de mi sueño. Fui caminando al trabajo como el día anterior, como nunca. Volví a escuchar la música de la fortuna, y poco después allí estaba mi músico preferido al que desconocía por completo. Esta vez sin dudarlo preparé mucho antes otra moneda que ofrecerle a mi suerte, el camino se me hizo corto pese a la distancia, esta vez casi pude notar en mí una pequeña parada frente a la gorra, solté la moneda y seguí caminando.
                 Sin escuchar nada. Hoy se me habían adelantado.

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